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Orfeón
 
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RICARDO V. MONTOTO
Llevaba tiempo queriendo escribir esta columna pero por diversas circunstancias la he ido aplazando. Así que de hoy no pasa que haga pública mención del excelente momento del Orfeón de Mieres. Antes del verano tuve la fortuna de asistir a dos de sus actuaciones y en ambas ocasiones me quedé boquiabierto. Es extraordinario que un grupo de aficionados al canto, por exclusivo amor al arte, sean capaces de conjuntarse de tal modo que nada tengan que envidiar a formaciones profesionales. Y es un orgullo que el nombre de Mieres esté ligado a su calidad interpretativa.

Por ejemplo, resulta difícil escuchar un Aleluya de Haendel más redondo. El Orfeón logra transmitir a la perfección las hermosas notas escritas por el compositor, llenando el aire de sentimientos y provocando que a más de uno, entre los que me incluyo, se nos erice el vello y se nos inunden los ojos. Especial reconocimiento merecen los directivos y formadores, capaces de dar coherencia a una amalgama de voces y talentos hasta lograr una unidad armónica de resultado inequívocamente artístico. Porque lo que yo escuché en la iglesia de los Padres Pasionistas y en la Casa de Cultura, a mi entender, era arte. El Orfeón ha dado el salto hacia la música clásica, sin abandonar su repertorio más popular, lo que implica un mayor nivel de exigencia. Porque la música culta no está al alcance de cualquier formación coral, como el Alpe D'Huez no puede ser conquistado por cualquier ciclista. Es emocionante oír unas voces de Mieres, en un escenario mierense, interpretando alguna de las obras emblemáticas de la música universal. Desde este recuadrín quiero darles las gracias y transmitirles ánimo. Confío en que al Orfeón no le falten ayudas.

Para terminar, una pequeña recomendación al público: parece haber cierta tendencia al aplauso desaforado y precipitado, que llega, incluso, a interrumpir la obra. Calma, señores, que esto no es una competición de palmadas. Escuchen en silencio, disfruten y al final -y sólo al final- de cada tema aplaudan. Y tampoco hace falta dejarse las manos en carne viva. El reconocimiento a los intérpretes no está reñido con el respeto a la interpretación.
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